20 de enero de 2012

Las Historietas nacionales de Pedro A. de Alarcón

Pedro A. de Alarcón por Suárez Llanos.
Figura injustamente olvidada de la prosa decimonónica, el granadino Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891) fue brillante pionero de la espléndida serie de narradores surgida en nuestras letras en la segunda mitad del siglo XIX.

Floreció nuestro autor en el período de interregno entre la decadencia del romanticismo y la vigencia plena de la novela realista a partir de la publicación de la primera novela de Galdós, La fontana de oro (1870).

Pedro A. de Alarcón actualizó la narrativa de su época al situar argumentos y personajes típicamente románticos en una época contemporánea al autor o en un pasado concreto y reciente en la historia española. 

Esta innovadora ambientación de relatos en un contexto realista contribuyó a superar las limitaciones de la prosa romántica, centrada excesivamente en la novela histórica y costumbrista y por completo desinteresada de las agitadas circunstancias de su época.

Pedro Antonio de Alarcón en 1881.
Por supuesto, tal renovación de la prosa en su camino hacia la gran novela realista fue protagonizada no sólo por Alarcón sino también por otros narradores como la suizo-española Fernán Caballero (1796-1877), el vizcaíno Antonio Trueba (1819-1889), el sevillano Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), etc.

Alarcón produjo su obra narrativa en los primeros años de la segunda mitad del XIX en un breve período de tres décadas, comprendido entre su primer relato extenso, El final de Norma (1855), y su última novela, La pródiga (1882).

Además del género narrativo, Alarcón, significativamente, cultivó también la literatura de viajes y el reporterismo bélico con su Diario de un testigo de la guerra de África (1859). Publicó, asimismo, algún tomo de poesía donde incluyó su conocido poema “Al recibir mi retrato”, en referencia al que le dedicó su amigo el pintor Ignacio Suárez Llanos.

Pedro A. de Alarcón.
Alarcón fue un maestro de dinámico y chispeante a la vez que elegante y mesurado estilo. Fue, asimismo, un absoluto genio en la seducción del interés del lector mediante una calculadísima construcción de los argumentos de sus historias.

Su obra más conocida, El sombrero de tres picos (1874), es un deslumbrante ejemplo de su absoluto dominio del ritmo en el relato breve. El sombrero de tres picos es un ingenioso juguete cómico en el que una trama de celos conyugales se desarrolla con la impecable precisión de un mecanismo de relojería.

Resulta significativo que el planteamiento de Alarcón en esta obra sea, básicamente, adaptar el relato popular de “El corregidor y la molinera” de forma decorosa y creíble, ambientándolo para ello en un año indeterminado entre 1804 y 1808. No en vano, la obra se subtitula “Historia verdadera de un sucedido que anda en romances, escrita ahora tal y como pasó”.

P. A. de Alarcón por Contreras.
La descripción del antiguo régimen imperante en la España de Carlos IV, donde se sitúa la acción de esta historia, se presenta con amable ironía e ingeniosa retórica:

“…nuestros mayores seguían viviendo a la antigua española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dios, con su Inquisición y sus Frailes (…) y pagando diezmos, alcabalas, primicias, subsidios, mandas y limosnas forzadas, rentas, rentillas, capitaciones, tercias reales, gabelas, frutos-civiles, y hasta cincuenta tributos más, cuya nomenclatura no viene a cuento ahora”.

Alarcón emplaza, así, su relato en una época histórica humorísticamente presentada como arcádica y feliz:

“¡Dichosísimo tiempo aquel, en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por el tiempo!”

En la caracterización del molinero del relato, el tío Lucas, como hombre honrado, práctico y atrevido, recurre Alarcón a presentarlo como soldado voluntario en la Guerra hispano-francesa del Rosellón  o Guerra de los Pirineos (1793-1795):

“…el tío Lucas (…) ahorcó los hábitos (…) y sentó plaza de soldado, más ganoso de ver mundo y correr aventuras que de decir misa o de moler trigo. En 1793 hizo la campaña de los Pirineos Occidentales, como ordenanza del valiente general don Ventura Caro; asistió al asalto del Castillo Piñón, y permaneció luego largo tiempo en las provincias del Norte, donde tomó la licencia absoluta”.

P. A. de Alarcón en 1859.
Llevado por este empeño en contextualizar la historia y otorgarle, así, aire de verosimilitud a un enredo propio de comedia del Siglo de Oro, Alarcón se cuida de exponer en la conclusión de su relato cuál fue la suerte de sus personajes en los trascendentales acontecimientos históricos posteriores a la peripecia novelesca.

De esta guisa, Alarcón nos informa de que un buen número de personajes secundarios murieron a lo largo de la Guerra de la Independencia “por no poder sufrir la vista de los franceses”, Garduña  se hizo afrancesado, el alcalde Juan López fue guerrillero y murió en la batalla de Baza “después de haber matado muchísimos franceses”, etc.

Del tío Lucas y su esposa, la Señá Frasquita, se nos dice que continuaron felizmente enamorados y que vivieron hasta avanzada edad:

“…viendo desaparecer el Absolutismo en 1812 y 1820, y reaparecer en 1814 y 1823, hasta que, por último, se estableció de veras el sistema Constitucional a la muerte del Rey Absoluto, y ellos pasaron a mejor vida (precisamente al estallarla Guerra Civil de los Siete Años)…”.

Alarcón podría haber cambiado fechas, nombres de reyes y de batallas perfectamente en El sombrero de tres picos sin que la esencia del relato experimentase una alteración sustancial y, sin embargo, eligió enmarcar los hechos narrados en el marco histórico de su propio siglo para darles, así, más veracidad y proximidad al lector.

La acción de otra de sus aclamadas novelas, El capitán Veneno (1881), se sitúa en los motines callejeros madrileños de marzo de 1848, a los que se refirió, también, Galdós en su episodio nacional Las tormentas del 48 (1901).

Estos sucesos de 1848 fueron el reflejo español de las revoluciones europeas de aquel año, enérgicamente sofocado por el gobierno moderado de Narváez:

“La tarde de 26 de marzo de 1848 hubo tiros y cuchilladas en Madrid entre un puñado de paisanos que, al expirar, lanzaban el hasta entonces extranjero grito de ¡Viva la República!, y el ejército de la Monarquía española (…), de que a la sazón era jefe visible, en nombre de doña Isabel II, el presidente del Consejo de Ministros y ministro de la guerra, don Ramón María Narváez”.

Tras esta prometedora introducción, el autor se apresura a aclarar cuáles son sus verdaderas intenciones narrativas:

“Y basta con esto de historia y de política, y pasemos a hablar de cosas sabidas y más amenas, a que dieron origen o coyuntura aquellos lamentables acontecimientos”.

Tal es el provecho que Alarcón extrae de la Historia contemporánea española, un marco donde, evitando conflictivos análisis, situar amenas historias.

Ahora, que nuestro autor sabe urdir deliciosos enredos con estos mimbres de la historia española que su época. Así, el intratable capitán Veneno puede presentar un completo expediente militar, cual corresponde a su arisco y belicoso carácter:

“Apuntóle el bozo haciendo la guerra en América, entre salvajes y allí vino a tomar parte en nuestra discordia civil de los siete años”.

Prueba del carácter en el fondo noble de nuestro personaje es un detalle que Alarcón no olvida mencionar: “¡Lo que nunca ha hecho ha sido pronunciarse!”

En El capitán Veneno se ofrece una visión, como no podía ser menos, conciliadora de nuestra historia: es la condesa de Santurce, viuda de un cabecilla carlista, quien socorre y acoge en su humilde hogar al malherido capitán don Jorge de Córdoba…

Esta nobleza en el ánimo de los personajes y esta ambientación en un Madrid histórico y costumbrista parecen hacerse eco de algunas de las novelas que componían la segunda serie de los Episodios nacionales de Galdós.

Sin embargo, a diferencia de Galdós, es Alarcón narrador sin aliento épico, sin intención crítica, más apto para convertir una anécdota en relato breve y divertido enredo. Así, no es de extrañar que encontremos la verdadera medida de sus excelentes dotes narrativas en su amenísima serie de Novelas cortas. Bajo este epígrafe se agruparon sus relatos breves, subdivididos en Cuentos amatorios, Historietas nacionales y Narraciones inverosímiles.

A despecho de las valoraciones y justificaciones posteriores del autor, no cabe duda de que los Cuentos amatorios de Alarcón ofrecen las más sabrosas y picantes narraciones sobre la seducción femenina de nuestra literatura. En “El coro de ángeles” (1858) pone el autor en prosa, siempre incitante, la historia de una conquista amorosa motivada por una apuesta al estilo del Don Juan Tenorio (1844) de Zorrilla. El protagonista de esta historia, seductor de la virginal Casimira, describe en voluptuosos términos el momento del primer baile entre ambos:

“Así es que su talle, nunca acariciado, temblaba y chispeaba al contacto de mi brazo. Su corazón bramaba al acercarse al mío. Sus sensaciones vírgenes la ahogaban… La fuerza de su naturaleza, tanto tiempo comprimida, estallaba tumultuosamente… ¡Era mujer, era joven, era tierra!”

No faltan en esta colección de los Cuentos amatorios las románticas historias amorosas que desembocan en  trágicas muertes: en este sentido, “El clavo” (1853) y “Novela natural” son absolutas obras maestras de la producción alarconiana.

Otras composiciones menores de esta colección resultan, también, valiosas por otros motivos. Así, “La última calaverada” (1874) ensaya la fórmula de las idas y venidas, encuentros y desencuentros de El sombrero de tres picos y “El abrazo de Vergara” (1854) plantea de forma explosiva el recurrente tema de la misteriosa pasajera de la diligencia, por la que el narrador siente una creciente y muda atracción. Por cierto, este último relato, verdadera cumbre del relato erótico español, concluye con una traviesa aclaración sobre su engañoso nombre: “El título de la presente novelilla te hizo creer que se trataba de Espartero y de Maroto… ¡Qué lamentable equivocación!”.

Aquí y allá, mal que le hubiera de pesar al moralista Alarcón, su prosa resulta electrizante a la hora de describir la pura atracción física, la desbocada tentación sensual… Sus descripciones de la belleza femenina son, asimismo, rotundas exposiciones de los encantos sensuales de la mujer: así, por ejemplo, el narrador de “La última calaverada” describe a su amante como “rica de formas y gallarda de movimientos” y, tras otros pormenores, concluye exclamando: “¡Parecía la estatua viva del pecado!”

En la colección de cuentos de Alarcón dedicada a Narraciones inverosímiles, recogió el autor una serie de relatos fantásticos y de terror. Junto con algunas de las leyendas de Bécquer, estas primicias del género en nuestra lengua siguen la estela narrativa de Edgard Allan Poe (1809-1849).

El sorprendente cuento fantástico “El amigo de la muerte” (1852) desarrolla un enredo amoroso en el que el infortunado protagonista Gil Gil es socorrido por la misteriosa Muerte. Pese a su irregular desenlace, esta narración ofrece situaciones memorables, entre otras la audiencia del rey Felipe V a Gil Gil en el palacio real de La Granja de San Ildefonso, la presencia de nuestro protagonista ante el lecho de muerte del rey Luis I en 1724…

En otra de las narraciones de esta serie, un ingeniero de Montes destinado a la provincia de Albacete cuenta la inquietante historia de los aciagos encuentros de su amigo Telesforo con “La mujer alta” (1881).